A veces la vida te sorprende con unos lugares a los que visitar realmente deliciosos, dignos de la realeza y ocultos entre pedregales, montañas y cereales incipientes.
Sin tan siquiera saberlo me encontré dirigiendo mi coche hacia la Granja de San Ildefonso, en la provincia de Segovia, un pueblecito encantador y privilegiado en la falda de la Sierra de Guadarrama, lindando con la Comunidad autónoma de Madrid.
En él se guarda un palacio real, unos jardines versallescos, fuentes enormes y modernas, el encanto del lujo, esfinges blancas que dan paso a leones rugientes guardando inmensas escaleras marmóreas.
Ya no existen mayordomos con libreas rojas y engalanadas de oro, sino simples observadores, guardando las esculturas, los árboles, fuentes y las esfinges para que ningún niño se suba en ellas a modo de caballitos y tengan que hacer sonar sus silbatos, llamando al orden a los padres, que despistados y admirando el entorno, se olvidan de sus retoños que campan a sus anchas, molestando la paz solariega de un arte adornado y centenario.
En este palacete veraniego donde los reyes venían a disfrutar de sus amoríos y el frescor en los meses estivales, se hallan escondidas aventuras, desventuras y multitud de historias, de besos y caricias ocultas de la sociedad del momento, de ojos indiscretos que los pudieran acusar acechando entre los arbustos y jardines, que el pueblo llano tan sólo podía imaginar y soñar en la soledad de sus camastros pobres y raídos.
Más abajo y fuera del casco antiguo y una vez traspasado un gran y espectacular arco triunfal de piedra que cruza la anchura de la calle, se halla extramuros la fábrica de cristal, donde decenas de personas olfatearían los ricos manjares que se cocinaban cerca de sus casas de piedra desnuda, mesas desvencijadas y patas cojas en sus mesas y sillas, esperando la mejoría económica después de trabajar docenas de horas en la fábrica y que después de todo, sólo alcanzaba para dar de comer a sus hijos, los mismos que después trabajarían en la misma fábrica que sus padres, que olerían de nuevo las ricas recetas que cocineros expertos crearían en las cocinas reales y que provocarían el hambre en sus rugientes estómagos cansados.
Así es una granja, en la que lo que menos se puede apreciar es la agricultura ni ganadería que al pensar en ella todos podríamos imaginar, sino que reina el suelo empedrado, el lujo y la salida hacia Segovia.
Entrada puerta principal del Palacio Real (La Granja de San Ildefonso-Segovia)
Detalle de escalinata y cenador al fondo, hecha de azulejos y mármol, entre los arbustos podados al estilo Versalles.
Puente de los Suspiros.
Por Carmen Moreno Martínez, a 2-3-2017